viernes, 20 de junio de 2014

La Hija del Farmacéutico

La noche que explotaron las calderas de los baños públicos junto a la Farmacia Alameda, Eugenia Ignacio conoció a quien cambiaría el rumbo de su vida.

Tras la explosión de la caldera, la gente se precipitó a la farmacia a pedir agua de espantos. En la trastienda, Eugenia y sus siete hermanas mayores revoloteaban de un lado para otro, apuradas en preparar la mezcla de agua, azúcar, colorante artificial rosa y polvos de espanto:

Mezclar en grandes garrafas 1 tanto de los polvos con 4 tantos de agua al  tiempo. Servir en vasitos de 4 onzas.

Las hermanas Ignacio se afanaban en medir, mezclar y servir, y después hacían turnos para salir con la bandeja llena de vasitos con líquido color rosa  a repartir entre los clientes. Mientras estaban en el mostrador,  aprovechaban para echar un vistazo a la clientela, si había algún muchacho guapo bajaban coquetas la mirada mientras acariciaban con aire distraído los rizos que escapaban de sus peinados. Don Abel Ignacio vigilaba celoso la virtud de sus hijas, pendiente del menor gesto de coquetería o las miradas de los hombres sobre sus hijas.

Los turnos de sacar la bandeja no incluían a Eugenia, la menor de las hermanas, quien por tener apenas 15 años no le era permitido interactuar con los clientes. Eugenia, en realidad prefería la trastienda donde todo era silencio y podía deleitarse mezclando los polvos de curar: rosa viejo para el espanto, amarillo canario para la bilis, morado obispo para el amor, azul hortensia para la memoria y verde espárrago, unos polvos que nunca explicaron a Eugenia para qué servían pero muchos caballeros de avanzada edad los solicitaban.

Don Abel Ignacio heredó la farmacia que había abierto su abuelo cuando llegó de España hacía más de un siglo, y después de un viaje largo por el mundo donde aprendió los secretos curativos de antiguas culturas: el enigma de las plantas medicinales chinas, el poder de los huesos africanos, la intriga afrodisíaca de metales tibetanos, la sutil seducción de especias indias y la sencilla complicidad de las flores amazónicas. Con esos misterios de la vida real y una enciclopedia de términos médicos y partes del cuerpo humano, el abuelo Ignacio llegó al pueblo de Las Arboledas y estableció la farmacia en una esquina de la plaza, junto a los baños públicos y a contra esquina del restaurante de Don Pepe. Construyó la farmacia con pisos de mármol y un mostrador de madera oscura con diseños de plantas labradas en los paneles. En los estantes, detrás del mostrador, se formaban frascos de porcelana blanca y azul exhibiendo los nombres en latín de las hierbas base de los remedios: Matricaria Chamimilla, Lavándula angustifolia, Tilia platyphyllos. En la trastienda preparaban frascos de ungüentos para el dolor, concha nácar para las cicatrices, pomada para la reuma y té para el dolor del riñón; esencia de azares para las novias y agua de rosas para los muertos.

En los últimos años, la crisis había obligado a Abel Ignacio a reducir las medidas en las cantidades de las pócimas y a añadir más agua y más colorante a los remedios.

– Es una vergüenza que engañes a la pobre gente – lo sermoneaba su   
esposa Matea – la gente ya no cree en agua de espantos ni agua de bilis. Para curar esas cosas siempre está el alcohol, no tus agüitas de colores.

Pero la explosión de las calderas de los baños públicos habría de probar que Matea Ignacio se equivocaba. Tan la gente necesitaba algo para el susto de la explosión que acudió en desbandada a la farmacia a pedir vasitos de agua de espanto, y mientras esperaban la dosis intercambiaban sus experiencias del evento:
– Alguien se quedó dormido con un cigarro en la mano.
– ¡Qué cigarro ni qué cigarro, era pura mariguana!
– ¡Salieron todos corriendo, así encuerados!
– Dicen que el gobernador estaba en un vapor privado con un muchachito.

Aun la gente que no había estado ni remotamente cerca de los baños, acudió por su vasito de agua de espanto con la intención de participar en el evento.

Las hermanas Ignacio no se daban abasto para atender a tanta gente, por lo que arrastraron a Eugenia con ellas para que las ayudara desde el mostrador, en vez de estar en la trastienda. Y así fue como Eugenia vio por primera vez a José Santa Mar.

… Continuará.


domingo, 8 de junio de 2014

Agripina Melgar

Agripina Melgar se murió de risa. Su vida había transcurrido tranquila, sin sobresaltos, impulsada solamente por la amargura que anidaba en su pecho y que le había dado la forma de ganarse el pan.

Agripina se ganaba la vida llorando; en los velorios acompañaba a los muertos con sus mejores lamentos, se balanceaba de un lado a otro desgarrándose la ropa según la intensidad de la pena, o lloraba enlutada durante días. En las bodas del pueblo las suegras se la disputaban para que se sentara junto a ellas a derramar lagrimas durante la ceremonia entera, igualmente los políticos la contrataban para que se conmoviera con algún discurso. En estos casos Agripina se ponía reacia a participar, pues no le agradaban las hipocresías políticas, sin embargo, cuando los altos jefes le prometían camas nuevas para el asilo ella accedía de mala gana pues sabía que muy probablemente sus días acabarían ahí. Se equivocaba, no le dio tiempo de verse desterrada a un asilo, cuando menos lo imaginaba se murió y de algo que ni siquiera estaba en sus planes: de risa.

Era el velorio de la Madre Crisóstoma en el convento de las hermanas Josefinas. La pobre monja nunca pudo reponerse de un susto y murió delirando mientras juraba que había visto al mismísimo demonio robando azúcar en la alacena. Las hermanas estaban muy conmovidas rezando en silencio. Agripina desempeñaba su papel a la perfección acompañando los llantos; frente a ella cabeceaba la hermana Sufragio, una monja regordeta y bigotona. De pronto, Agripina pudo ver de reojo un grillo trepando por la falda de Sufragio quien siguió repasando las cuentas del rosario entre sueños y sin inmutarse. El grillo desapareció por la rodilla de la mujer, y ésta comenzó a hacer pequeños gestos al sentir las cosquillas en su pierna; el animalito siguió cuesta arriba y la monja comenzó a moverse discretamente. Agripina había perdido ya la concentración y la melodía de sus llantos comenzaba a desentonar al sentir un pequeñísimo temblor naciendo del estomago y subiendo por las costillas, pero desvió la mirada. Sufragio seguía retorciéndose hasta donde su discreción se lo permitía, Agripina la miraba de reojo y sentía que el temblor en su cuerpo iba creciendo a la par que su boca se empezaba a estirar sin poderla controlar.

Finalmente, la hermana se levantó como impulsada por un resorte y comenzó a correr alrededor del ataúd dando alaridos y jalándose la falda, terminó por quitarse las enaguas y siguió dando saltos.

Agripina Melgar no pudo aguantar más y se dejó invadir por el temblor que la sacudía, abrió la boca y de su garganta salió un sonido ronco, afónico, como enmohecido, que poco a poco fue tomando ritmo hasta convertirse en lo que los demás calificaron como risa histérica. La hermana Sufragio, indignada había dejado de correr y se mantenía con los brazos en la cintura moviendo de arriba a abajo su pequeño bigote, lo que la hacia verse aun más ridícula. Las demás hermanas miraban con la boca abierta a Agripina hasta que la madre superiora comenzó a salpicarla de agua bendita, pero ella siguió riéndose hasta que cayó al piso con una sonrisa enorme en los labios y, finalmente, paz en su alma.