martes, 7 de octubre de 2014

María José

Hoy parece que ella tiene la voz todavía más dulce que ayer. Ensaya frente al espejo, se mira de perfil, pasa la mano por sus muslos y sus caderas buscando las curvas nacientes. Se palpa el pecho pequeño, sonríe. Se pasa la mano por el rostro, pero ahí están todavía, los trazos de una barba incipiente le recuerdan que aún queda mucho camino por recorrer en el tratamiento hormonal.

sábado, 4 de octubre de 2014

Malena no llora más

Como un bigote a lo antiguo, debajo de la nariz Malena tiene una franja delgadita de café con leche. Sonríe, recuerda cuando era niña y le quedaba leche en la cara y su madre la perseguía con la servilleta para limpiarle la boca.

Hoy Malena no se acuerda de las servilletas, no quiere ser adulto responsable, quisiera volver a ser niña y traer a su madre de vuelta. Se limpia la cara con la manga del suéter gris, no le importa ensuciarlo, y sigue tomando su café con leche. Sorbos chiquitos, para aplazar el momento de ir al funeral.

Microcuento

"Deberías airearte un poco" le dijo su esposa sin adivinar que él tomaría la sugerencia literalmente. El se convirtió no sólo en aire sino en agua, tierra y fuego, dejando de una vez y para siempre el sillón a cuadros frente al televisor.

viernes, 20 de junio de 2014

La Hija del Farmacéutico

La noche que explotaron las calderas de los baños públicos junto a la Farmacia Alameda, Eugenia Ignacio conoció a quien cambiaría el rumbo de su vida.

Tras la explosión de la caldera, la gente se precipitó a la farmacia a pedir agua de espantos. En la trastienda, Eugenia y sus siete hermanas mayores revoloteaban de un lado para otro, apuradas en preparar la mezcla de agua, azúcar, colorante artificial rosa y polvos de espanto:

Mezclar en grandes garrafas 1 tanto de los polvos con 4 tantos de agua al  tiempo. Servir en vasitos de 4 onzas.

Las hermanas Ignacio se afanaban en medir, mezclar y servir, y después hacían turnos para salir con la bandeja llena de vasitos con líquido color rosa  a repartir entre los clientes. Mientras estaban en el mostrador,  aprovechaban para echar un vistazo a la clientela, si había algún muchacho guapo bajaban coquetas la mirada mientras acariciaban con aire distraído los rizos que escapaban de sus peinados. Don Abel Ignacio vigilaba celoso la virtud de sus hijas, pendiente del menor gesto de coquetería o las miradas de los hombres sobre sus hijas.

Los turnos de sacar la bandeja no incluían a Eugenia, la menor de las hermanas, quien por tener apenas 15 años no le era permitido interactuar con los clientes. Eugenia, en realidad prefería la trastienda donde todo era silencio y podía deleitarse mezclando los polvos de curar: rosa viejo para el espanto, amarillo canario para la bilis, morado obispo para el amor, azul hortensia para la memoria y verde espárrago, unos polvos que nunca explicaron a Eugenia para qué servían pero muchos caballeros de avanzada edad los solicitaban.

Don Abel Ignacio heredó la farmacia que había abierto su abuelo cuando llegó de España hacía más de un siglo, y después de un viaje largo por el mundo donde aprendió los secretos curativos de antiguas culturas: el enigma de las plantas medicinales chinas, el poder de los huesos africanos, la intriga afrodisíaca de metales tibetanos, la sutil seducción de especias indias y la sencilla complicidad de las flores amazónicas. Con esos misterios de la vida real y una enciclopedia de términos médicos y partes del cuerpo humano, el abuelo Ignacio llegó al pueblo de Las Arboledas y estableció la farmacia en una esquina de la plaza, junto a los baños públicos y a contra esquina del restaurante de Don Pepe. Construyó la farmacia con pisos de mármol y un mostrador de madera oscura con diseños de plantas labradas en los paneles. En los estantes, detrás del mostrador, se formaban frascos de porcelana blanca y azul exhibiendo los nombres en latín de las hierbas base de los remedios: Matricaria Chamimilla, Lavándula angustifolia, Tilia platyphyllos. En la trastienda preparaban frascos de ungüentos para el dolor, concha nácar para las cicatrices, pomada para la reuma y té para el dolor del riñón; esencia de azares para las novias y agua de rosas para los muertos.

En los últimos años, la crisis había obligado a Abel Ignacio a reducir las medidas en las cantidades de las pócimas y a añadir más agua y más colorante a los remedios.

– Es una vergüenza que engañes a la pobre gente – lo sermoneaba su   
esposa Matea – la gente ya no cree en agua de espantos ni agua de bilis. Para curar esas cosas siempre está el alcohol, no tus agüitas de colores.

Pero la explosión de las calderas de los baños públicos habría de probar que Matea Ignacio se equivocaba. Tan la gente necesitaba algo para el susto de la explosión que acudió en desbandada a la farmacia a pedir vasitos de agua de espanto, y mientras esperaban la dosis intercambiaban sus experiencias del evento:
– Alguien se quedó dormido con un cigarro en la mano.
– ¡Qué cigarro ni qué cigarro, era pura mariguana!
– ¡Salieron todos corriendo, así encuerados!
– Dicen que el gobernador estaba en un vapor privado con un muchachito.

Aun la gente que no había estado ni remotamente cerca de los baños, acudió por su vasito de agua de espanto con la intención de participar en el evento.

Las hermanas Ignacio no se daban abasto para atender a tanta gente, por lo que arrastraron a Eugenia con ellas para que las ayudara desde el mostrador, en vez de estar en la trastienda. Y así fue como Eugenia vio por primera vez a José Santa Mar.

… Continuará.


domingo, 8 de junio de 2014

Agripina Melgar

Agripina Melgar se murió de risa. Su vida había transcurrido tranquila, sin sobresaltos, impulsada solamente por la amargura que anidaba en su pecho y que le había dado la forma de ganarse el pan.

Agripina se ganaba la vida llorando; en los velorios acompañaba a los muertos con sus mejores lamentos, se balanceaba de un lado a otro desgarrándose la ropa según la intensidad de la pena, o lloraba enlutada durante días. En las bodas del pueblo las suegras se la disputaban para que se sentara junto a ellas a derramar lagrimas durante la ceremonia entera, igualmente los políticos la contrataban para que se conmoviera con algún discurso. En estos casos Agripina se ponía reacia a participar, pues no le agradaban las hipocresías políticas, sin embargo, cuando los altos jefes le prometían camas nuevas para el asilo ella accedía de mala gana pues sabía que muy probablemente sus días acabarían ahí. Se equivocaba, no le dio tiempo de verse desterrada a un asilo, cuando menos lo imaginaba se murió y de algo que ni siquiera estaba en sus planes: de risa.

Era el velorio de la Madre Crisóstoma en el convento de las hermanas Josefinas. La pobre monja nunca pudo reponerse de un susto y murió delirando mientras juraba que había visto al mismísimo demonio robando azúcar en la alacena. Las hermanas estaban muy conmovidas rezando en silencio. Agripina desempeñaba su papel a la perfección acompañando los llantos; frente a ella cabeceaba la hermana Sufragio, una monja regordeta y bigotona. De pronto, Agripina pudo ver de reojo un grillo trepando por la falda de Sufragio quien siguió repasando las cuentas del rosario entre sueños y sin inmutarse. El grillo desapareció por la rodilla de la mujer, y ésta comenzó a hacer pequeños gestos al sentir las cosquillas en su pierna; el animalito siguió cuesta arriba y la monja comenzó a moverse discretamente. Agripina había perdido ya la concentración y la melodía de sus llantos comenzaba a desentonar al sentir un pequeñísimo temblor naciendo del estomago y subiendo por las costillas, pero desvió la mirada. Sufragio seguía retorciéndose hasta donde su discreción se lo permitía, Agripina la miraba de reojo y sentía que el temblor en su cuerpo iba creciendo a la par que su boca se empezaba a estirar sin poderla controlar.

Finalmente, la hermana se levantó como impulsada por un resorte y comenzó a correr alrededor del ataúd dando alaridos y jalándose la falda, terminó por quitarse las enaguas y siguió dando saltos.

Agripina Melgar no pudo aguantar más y se dejó invadir por el temblor que la sacudía, abrió la boca y de su garganta salió un sonido ronco, afónico, como enmohecido, que poco a poco fue tomando ritmo hasta convertirse en lo que los demás calificaron como risa histérica. La hermana Sufragio, indignada había dejado de correr y se mantenía con los brazos en la cintura moviendo de arriba a abajo su pequeño bigote, lo que la hacia verse aun más ridícula. Las demás hermanas miraban con la boca abierta a Agripina hasta que la madre superiora comenzó a salpicarla de agua bendita, pero ella siguió riéndose hasta que cayó al piso con una sonrisa enorme en los labios y, finalmente, paz en su alma.




viernes, 23 de mayo de 2014

Desnudo por Desnudo

Mientras desayunaba café con leche y una concha de chocolate, Malena reparó en el artículo del periódico que anunciaba la sesión de fotografía del estadounidense Spencer Tunick, famoso por fotografiar cientos de cuerpos desnudos en escenarios urbanos. Esta vez, el fotógrafo estaría en el país y convocaba al público mexicano a posar desnudo en el centro histórico de la ciudad.
Malena sopeó una vez más la concha en el café y miró sus manos marchitas. A los setenta y cinco años, las “flores del sepulcro” cubrían sus manos rugosas.

– Abuela – solía decirle su nieta Rosa – parece que te salpicaste las manos de caldo de frijol.

Posar desnuda, pensó Malena. ¡Que disparate! Ser famosa. Estar –aunque sumida en el anonimato– expuesta en las galerías de todo el mundo. Malena poco sabía de arte y mucho menos del de estos tiempos, pero según veía en la nota el fotógrafo era famoso, había expuesto su trabajo en Europa, era importante.

Terminó su taza de café y cerró el periódico. Miró el reloj de la cocina, eran apenas las 9 de la mañana y en su día no había nada agendado más que preparar la comida para cuando los demás miembros de la familia regresaran. Con calma dobló el periódico y lo guardó junto con los otros periódicos viejos en la covacha. 

El pensamiento seguía ahí, igual que el periódico en la covacha. Malena regresó por él, recortó la nota con la convocatoria para dentro de dos semanas.

A la hora de la comida Malena no pudo evitar mencionar al artista y aventuró un comentario.
– ¿Vieron que viene un gringo a tomar fotos de gente desnuda en el zócalo?
– Pinche gente loca – espetó su yerno Luis – ¿qué ganan con encuerarse?
– Papá –corrigió Rosa, quien a sus dieciséis años era una activista nata – es arte. Es súper famoso, de lo más cool.
– De su arte a mi arte… – siguió Luis con una risa burlona – Delia, gorda, pásame más tortillas.
Malena dejó el tema en paz, pero al día siguiente, a la hora de la cena no pudo evitar retomarlo y anunció

– Voy a apuntarme para salir en la foto

Luis no pudo evitar una carcajada que hizo que el agua de jamaica se le saliera por la nariz

– Perdón suegrita, perdón – dijo limpiándose la boca con la manga de la camisa – con todo respeto, pero usted la neta…

Su comentario se detuvo ante la mirada retadora de su esposa

– Mamá – siguió Delia tratando de sonar paciente – quieres salir en la foto porque te parece muy romántico lo que hizo María Gregoria allá en el pueblo, eso de dejarse retratar por el extranjero…
– … de “ojos color de musgo y barba de fuego” – terminó Rosa la historia cerrando los ojos soñadora – Sí abuela, sí ve. Yo te acompaño.
Ramón, el esposo de Malena, había permanecido mudo durante esas conversaciones, a sus ochenta años le quedaba poco interés por la mecánica de su familia y prefería pasar sus días ausente en sus pensamientos. Pero esta noche se decidió a participar en la conversación.

– María Gregoria era la puta del pueblo – dijo Ramón dando un manotazo en la mesa – mi esposa no va a andar haciendo esas sandeces en público, y menos a esta edad.

Malena agachó la cabeza sintiendo la mirada de su yerno, probablemente reparando en sus pechos marchitos y su vientre arrugado que después de haber parido seis hijos colgaba como delantal sobre su pelvis. Pero para Malena era importante hacer algo diferente con su vida, sentirse ligera de sus ropas de madre, esposa y abuela en el anonimato de miles de desnudos en el zócalo de la ciudad. Malena confió en la mirada silenciosa de Alfonsito su nieto y de sus oídos secuestrados por el ipod, y supo que ese joven sería su cómplice. 

Sin chistar, Alfonso la ayudó a entrar a Internet y registrase para el evento sin formular preguntas inquisitivas. Malena salió del cuarto del adolescente apretando entre sus manos la hoja de registro con la fecha de la cita: lunes 7 de mayo, 6 AM en el zócalo capitalino. Sonrió al descubrirse pensando la pregunta de costumbre ¿qué me voy a poner?

Durante las dos semanas siguientes, Malena soportó la burla de toda la familia y la amenaza eterna de Ramón
– Pobre de ti y te atreves a esa tontería, primero muerto a que mi esposa se esté exhibiendo encuerada ante toda la ciudad y peor aun en el extranjero.
– Déjala abuelo – salía Rosa en defensa – si se va a hacer famosa, este fotógrafo expone en todo el mundo
– Pa’l caso – terció Luis – que salga en el pleiboy ¿no suegrita? así aunque sea nos saca de pobres.

El 7 de mayo el nuevo día llegó despacio a la plaza, pintando de tímidos rayos las paredes centenarias de la catedral, bañándola de una luz azul pálido.

Cuando Malena llegó a la plaza, miles de personas esperaban pacientes la llegada del fotógrafo y su equipo de producción. Se preguntó qué había impulsado a participar al resto de los presentes quienes se cobijaban del fresco de la mañana aferrándose a sus ropas, anticipando el frío que sentirían al despojarse de ellas para la fotografía. Malena reparó en que, en esta ciudad tan clasista, la ropa era un medio para identificar el estrato de donde provenía cada persona, y se preguntó si al verse desnudos en la plaza finamente encontrarían una igualdad en este país de contrastes. Poco a poco fueron llegando el resto de los participantes y el equipo de organizadores comenzó a repartir órdenes tratando de coordinar a la multitud que llegó a sumar 18 mil personas y a pedirles que comenzaran a desvestirse.
– ¡Atención! Las ropas se dejarán en estas cajas de cartón bajo las carpas, aquí vienen a recogerlas al final de la sesión.

A Malena se le hizo un nudo en el estómago y por un segundo quiso desistir del proyecto, ya no le pareció tan romántica la idea de acostarse junto a un gordo de testículos morados o junto a una joven veinteañera con todavía todo en su lugar que haría que Malena cayera en la nostalgia y la vergüenza. Al mirar al suelo encontró rastros de perejil y cebolla picada todavía frescos, y más allá un charco con agua y grasa de anafre. Estuvo a punto de salir corriendo, pero esas imágenes se disiparon cuando sintió su desnudez y el aire fresco de la mañana golpear su piel. Por primera vez en muchos años se sintió libre al verse desnuda, como cuando era niña y se metía a nadar en la zanja detrás de su casa en el pueblo y no había nadie ni nada más que ella y el agua fría.

Parada frente a palacio nacional Malena se sintió libre, desnuda, importante. Aún perdida en el anonimato de la multitud sabía que estaba contribuyendo a formar una obra de arte, y aún siendo un pequeño punto en la fotografía estaría expuesta en las paredes de un museo.
Por estar sumida en sus pensamientos casi no pudo reconocer a su hija y su nieta quienes la tomaron de la mano, compartiendo su propia desnudez, seguidas de su yerno, quien a regañadientes se desabrochaba la hebilla del cinturón y se despojaba de su camiseta deportiva, uniéndose al anonimato de aquella masa desnuda.

sábado, 17 de mayo de 2014

El día que me quieras

Rosaura se levanta todas las mañanas con la voz de Luis Miguel cantándole al oído “Si nos dejan”. Mientras abandona la cama y se quita los rizadores del pelo, ya está repasando los nombres que llevarán sus hijos el día que los tenga: Mario Alberto, Juan Eduardo, Miroslava, Alma Delia y Corín, de éste último no está tan segura pues nunca ha sabido a ciencia cierta si es masculino o femenino.

Hoy pone un cuidado especial a su arreglo, sabe que es el día que ha esperado tanto tiempo. Enfunda sus caderas de trasatlántico en una falda de terlenca color lila con pequeños lirios rosas   y retoca el rojo amapola de las uñas de sus pies. Cuando empieza a aplicarse sombra azul pastel en los párpados, ya está en brazos de Ricardo Montaner cantándole “y llevarte a la cima del cielo...”. Al ritmo de ésta melodía Rosaura se dirige a La Baronesa, la pastelería que heredó de su abuela junto con el consejo de que “a los hombres se les conquista por el estómago”. Sus pasteles son famosos no sólo por el delicioso sabor de sus betunes, sino por que ha pasado de los tradicionales adornos de rosas y corazones a elaborados querubines, centauros, doncellas seducidas por faunos y otras fantasías que Rosaura ha ido desarrollando en su cabeza durante tantos años de leer novelas de amor.

Desde que tiene uso de razón, Rosaura vive para el momento en que el hombre ideal atraviese la puerta de su vida y, como Juan Antonio a María Aldonza en “Fuego y Ceniza”, se la lleve en una motocicleta negra para hacerla feliz el resto de sus días  Esta vez está segura de que finalmente ese hombre aparecerá, porque eso fue lo que le dijo Mamá Encarna, la adivina. Hace unos meses Rosaura estaba un poco desilusionada de esperar y, sintiendo que ya los treinta y tantos pesaban sobre sus zapatos de tacón fue a ver a la adivina, ella había pronosticado que muy pronto un hombre se presentaría en su vida acompañado del Arcángel San Rafael, aliado de los buenos maridos.

Rosaura abre La Baronesa con una enorme sonrisa y en cada cliente que entra trata de adivinar a quien el Arcángel le ha de traer. Busca en cada uno de sus ademanes uno sólo que le revele que Él también la ha estado esperando, pero ninguno de estos hombres mandados por sus esposas, madres o patronas a buscar un pastel, parece interesarse en los pechos opulentos de Rosaura ni en su detallada crónica de la boda de Lucero y Mijares que "aunque ya no estén juntos y no me importen los chismes que digan de Lucero, fue una boda como de princesa". Al contrario, los clientes parecen asustados ante las fuertes manos de Rosaura apachurrando la duya como si se tratara de hombres vulnerables. Ella no desiste, sabe que hoy es el día.

Al caer la tarde, mientras Rosaura hace violetas y crisantemos de migajón, entra en la tienda un muchacho que pide un pastel tres leches. Al alargar el billete para pagar, Rosaura alcanza a ver su brazo moreno tatuado con unas hermosas alas. Le pide al muchacho que le enseñe el tatuaje y cuando él – cohibido – lo hace, ella puede descubrir que es la imagen reproducida de un arcángel empuñando su espada. Rosaura se siente iluminada, está segura de que es Él, a quien  tanto ha esperado. Su primer impulso es írsele encima y abandonarse a sus brazos, pero se contiene, no quiere estropear el encuentro. Se demora un poco poniéndole un innecesario betún al pastel, mientras planea su estrategia y dedica exageradas y empalagosas sonrisas al muchacho, éste desvía incómodo la mirada. Rosaura se lame seductivamente un dedo con betún, pero viniendo de ella resulta bastante grotesco 

–  Conque eres tú ¿eh? – pregunta amelcochando la voz
– ¿Perdón? – titubea el joven.
–  Yo también te estaba esperando.

Rosaura rodea el mostrador y se acerca al muchacho mientras se abanica con la espátula, el muchacho retrocede, ella vuelve a avanzar. El joven intenta correr hacia la puerta, pero ella se le adelanta y cierra la puerta con llave, se guarda la llave en el escote.

– Ven por ella dice juguetona mientras lanza otra risita tonta y vuelve a lamer la espátula.

El muchacho está asustado, corre hacia la trastienda pero no hay salida. Rosaura se está poniendo nerviosa también, no quiere dejar escapar esta oportunidad. Ella no sabe qué hacer y en un intento por detenerlo se abalanza sobre él haciéndolo caer golpeandose la nuca con filo del mostrador. Rosaura se arrodilla  a su lado y le sostiene amorosamente la cabeza ensangrentada, se disculpa por lo que acaba de hacer mientras le acaricia los cabellos y le besa los párpados. Ve que el muchacho no responde y se da cuenta de que ya no podrá escucharla.

Ya entrada la noche, saca el cuerpo y  amorosamente lo entierra en el patio trasero, mientras canta boleros: una discreta tumba que podrá ver  a diario desde la ventana de la trastienda.


A la mañana siguiente Rosaura está atendiendo a varios clientes, trata de actuar como si nada hubiera pasado pero ya  lleva el dolor de viuda sin haber sido nunca novia. Está demasiado ocupada para  ver en la calle de enfrente al repartidor de UPS que la mira con ternura, como tantas veces la ha mirado de lejos, suspirando mientras acaricia en su tablero una estampita de San Rafael Arcángel.


© Andrea Marvan

domingo, 11 de mayo de 2014

Voces


¡Óigame!, la licuadora que me vendió tiene voces golpeó la voz de Agripina Melgar en el mostrador de la tienda de Eusebio. 

El vendedor la miró sorprendido, estaba consciente de la mala calidad de sus productos y conocía el terrible carácter de la mujer, pero ésta acusación le pareció definitivamente ridícula.


 A ver, a ver Agripinita,  dijo con una risa mal disimulada ¿cómo va a tener voces si es sólo una licuadora? 

 Mire – continuó Agripina sin perder la exaltación ya van tres días que la pongo y clarito escucho que platica. 

 Usted está loca – exclamó Eusebio – las licuadoras no hablan y yo no regreso dinero, ¡vámonos de aquí!

Agripina tomó el aparato no sin antes amenazar con el puño al vendedor, y con licuadora en mano atravesó las calles de Los Alebrijes abrumada con el calor del mediodía. Todos los habitantes del pueblo dormían la siesta a esa hora, sólo Agripina se negaba a entregarse al sueño pues según ella la siesta era cómplice de malos pensamientos y de los pecados de la carne. Por eso nadie vio a la pequeña figura vestida de gris coronada por una sombrilla negra como alas de zopilote, que atravesaba el pueblo cargando una licuadora. Se dirigió a casa del Padre Arnulfo, golpeó con el puño la ventana pero nadie le respondió, volvió a tocar. Al cabo de unos minutos la criada abrió la puerta. 

– ¿Qué pasa Doña Agri? 
– Vengo a ver al padre contestó Agripina secamente, tratando de entrar.  No puede, ya sabe que a esta hora duerme la siesta. 
- No me importa, es urgente. 

La criada hizo una mueca, no estaba de humor para discutir y de todas maneras prefería ser regañada por interrumpir la siesta del padre que discutir con Agripina Melgar. El padre salió malhumorado, con los cabellos revueltos y el sudor escurriéndole por el cuello. 

 ¿Qué pasa hija? 

Agripina puso de un empujón la licuadora en manos del padre y lo miró en silencio con los brazos cruzados. 

 Agripina ¿qué es esto?, no son horas.
 Vengo a que le saque el chamuco  dijo ella sin dejar de mirarlo.
 ¿Cuál chamuco, hija? Es sólo una licuadora.
 Pero trae voces, padre, las oigo.
 ¿No será Dios hija? A veces Dios nos habla de la manera menos pensada, como cuando… – miró a la licuadora dudoso – como cuando hacemos salsa. Es uno de sus misterios.

Agripina respingó y arrebató la licuadora de las manos del padre.


 No se burle padre, ¿qué cree que soy idiota? ¿Cree que no sé distinguir entre la voz de Dios y la de una licuadora? Por favor padre, ¡parece novato!

Y diciendo esto se alejó de la iglesia con la licuadora en las manos.
El padre alzó los ojos al cielo entrando de nuevo en su casa, cogió un par de tunas de la cocina y regresó a su siesta arrastrando las pantuflas. 

Agripina entró a su casa, puso la licuadora sobre la mesa de la cocina y se sentó a pensar que haría con ella. Se quedó mirándola, le quitó la tapa y acercó el oído al vaso. Nada, todo estaba en silencio. Pensó que probablemente las voces saldrían de los jitomates, acercó el oído a éstos pero no pudo escuchar nada, se acercó a la cebolla, al cilantro, a los ajos, tampoco hubo nada. Escuchó todos los ingredientes de su despensa hasta convencerse de que lo que producía las voces era la combinación de éstos con la licuadora andando. Picó cebolla, perejil, tomate, chile y se dispuso a hacer una salsa. Dudó un instante antes de echarla a andar, finalmente oprimió el botón y ¡ahí estaban las voces! Claramente las escuchó, incrementó la velocidad de la licuadora y la intensidad de los murmullos creció, la disminuyó y estos cesaron. 

Salió corriendo al jardín, tenía que pensar qué hacer con el aparato. Descartó la idea de ir con el Delegado. Desde que ella no quiso alquilarse para llorar emocionada en el cierre de campaña de su partido, el político le había jurado negarle cualquier favor. Ella no se alquilaba para llorar por cualquiera, tenía perfectamente definida su clientela: bodas, velorios, entierros, hasta partidos de fútbol, pero eso sí, nunca nada que tuviera que ver con la política que bastante jodidos los tenía.
Fuera del Padre Arnulfo y el Delegado, no había otra autoridad en Los Alebrijes que pudiera intervenir por ella y su licuadora con voces, por lo que tuvo que resignarse a abandonar el aparato y conformarse con su viejo molcajete. 

Por la mañana y antes de que las calles se poblaran de gente, Agripina se dirigió a casa de La Canela, sabía que a esas horas ésta seguiría durmiendo después de una larga noche de vender pasiones. Nunca le agradó esa mujer de faldas de colores y la risa como cascabel, causante de tantos pleitos y desamores en el pueblo, así que decidió que sería la mejor persona a quién dejarle la licuadora, con todo y su chamuco. Agripina se cuidó mucho de no ser vista y dejó el aparato frente a la puerta de La Canela. Habiendo hecho esto y después de persignarse doblemente (por la licuadora y por estar cerca de esa casa de pecado) se escondió tras la barda para asegurarse que la mujer se quedara con el aparato. 

Al atardecer, La Canela envolvió su cuerpo moreno en una bata y salió al porche a tomar el fresco. Sus pies se toparon con la licuadora, miró a su alrededor a ver si alguien venía a reclamarla pero no vio a nadie. Sonrió pensando que sería un regalo de José Santa Mar, que pedía sus favores con todo tipo de regalos. La levantó, y después que comprobar que el vaso no estuviera despostillado, entró con ella a su casa, saboreándose una salsa de chile pasilla. 

Agripina sonrió, contenta de que alguien más se quedara con el aparato, incluyendo las voces y el chamuco que traía adentro.
Desde su escondite, pudo ver a la mujer lavando jitomates y chiles, también vio con horror que bajo la bata de satín La Canela no llevaba nada excepto un collar de filigrana. 

En ese momento sonó el timbre y Agripina perdió de vista a la mujer, escuchó voces y risas y buscó otra ventana por donde pudiera ver lo que pasaba. Desde ahí pudo ver que el que había llegado era José Santa Mar, quien desde hacía tiempo intentaba alejar a La Canela de su negocio para tenerla en exclusiva, pero ella tenía la altivez y la terquedad de una mula y se negaba a ser mujer de un solo hombre, aunque el olor a sal y a tabaco de José la habían hecho dudar de su profesión por primera vez en más de una década. 

Agripina vio como 
Santa Mar la tomaba por la cintura y empezaba a desatarle la bata, La Canela dijo algo agradeciendo el regalo, él la miró sorprendido pero no se detuvo. Lo que vino después Agripina no lo quiso ver, detestaba a esa mujer de pies tan ligeros y todo lo que sucedía en esa casa. Regresó a la ventana de la cocina, a ver si de la licuadora salían voces pero la vio en la mesa tan callada como cualquier licuadora apagada puede estar, el único ruido que salía de la casa eran las carcajadas aparatosas de La Canela. El mal humor de Agripina aumentó. Pero no quiso irse a su casa, quería comprobar que el chamuco siguiera en la licuadora, así que decidió sentarse a esperar, recargó la espalda en la pared y se cubrió los oídos con las manos, rezando Aves Marías para alejar a los demonios que desfilaban por la casa. 

Al cabo de cierto tiempo, que para Agripina pareció una eternidad, se oyó la voz de la Canela en la cocina preguntando 

– Voy a hacer chilaquiles, ¿quieres?

Agripina se levantó de un salto, convencida de que ahora sí vería a esa mujer enfrentarse a las voces de la licuadora. Se escondió tras una bugambilia y pudo ver a La Canela poner los ingredientes en la licuadora, pero al echarla a andar llegó José Santa Mar y la abrazó por la cintura, la licuadora siguió andando mientras la pareja volvía a besarse.

Agripina, se enfureció y comenzó a golpear con fuerza la ventana mientras gritaba


 ¡Golfa! ¿Cómo vas a oír las voces si no paras de reírte y de besuquearte?

La pareja la miró sin entender que pasaba, y antes de que pudieran responder algo, Agripina lanzó su paraguas contra la ventana y se marchó.
La Canela arrastró a José Santa Mar de vuelta a la recámara y desde la calle sólo se escuchó su risa y el motor de una licuadora haciendo salsa.


© Andrea Marvan

domingo, 4 de mayo de 2014

Entre los Pliegues de tu Falda


Don Florencio lleva a su dama abrazada fuertemente por la cintura, ella reclina la dorada melena en su hombro. El siente su cuerpo rígido y rugoso, le dice al oído que no se preocupe. La noche ha sido larga y le promete que pronto estarán en casa. El hombre sabe que para ella será difícil olvidar que apenas esa tarde salieron del almacén donde él trabaja desde hace más de cuarenta y cinco años haciendo piñatas. Florencio se ha ido cansando de ese trabajo, ya no le encuentra sentido pues no comprende los diseños modernos. Recuerda los días en que se afanaba en la tradicional estrella de siete picos, maravillosas estrellas cada una diferente de la otra. Saúl padre – dueño en aquel entonces – lo dejaba hacer a su gusto, sin importarle que esto atrasara unos minutos la producción. En aquellos días siempre había tiempo para el toque personal de cada una y Florencio se tomaba la molestia de esconder una pequeña tarjeta entre las capas de papel, con fortunas y buenos deseos para quien la encontrara. 

Al poco tiempo Saúl padre le propuso a Florencio innovar los diseños y así de estrellas pasaron a animales, aunque a Florencio le encogía el alma pensar que en las fiestas los niños darían de palazos a inocentes cachorros y gatitos. Saúl padre lo convenció de que entonces creara monstruos para que los niños gustosos los destrozaran para poder recuperar el botín de dulces escondido en su interior. Florencio aceptó gustoso y comenzó un desfile de mágicas criaturas, cada una más elaborada que la otra, más feroz y atrevida. El negocio de Saúl padre, que ya gozaba de una excelente reputación y buenos ingresos, siguió creciendo. 

Con la prosperidad del negocio Saúl padre pidió a Florencio hacer las piñatas con forma de los personajes de cuentos clásicos; un escalofrío recorrió la espalda de Florencio al imaginar el palo golpeando a los héroes, pero asintió callado y puso manos a la obra para la creación de Simbad, con su turbante y su sable a la cintura, Rocinante ó Tristan, logrando que el negocio alcanzara su clímax.

A través de los años Florencio dio vida con sus manos a personajes de grandes historias, y llevó ilusión a miles de niños. Hasta que una tarde de otoño, Saúl padre murió dejando a cargo del almacén a Saúl hijo, ahora convertido en un joven con visión empresarial y grandes ambiciones. Lo primero que hizo Saúl hijo al entrar a cargo del almacén fue pedirle a Florencio que dedicara menos tiempo y menos material a cada piñata, argumentando la necesidad de escatimar costos y le prohibió rotundamente seguir escribiendo esos recados de fortuna que escondía entre los pliegues de la piñata, pues le parecían una pérdida de tiempo y de recursos: además ya había habido una queja de algunas señoras de la iglesia que lo consideraban “sospechoso” al tratarse de un artículo para niños. Le presentó un catálogo de las figuras favoritas de los niños, ya no compraban a los personajes de los clásicos que nunca habían leído, ahora pedían a gritos los héroes de la televisión y de los dibujos animados. Florencio hojeó con tristeza una serie de diseños con colores demasiado chillantes y formas que no alcanzaba a comprender.

El viejo se refugió en su silencio y comenzó a recrear esas espantosas figuras sin sentido, ya sin entusiasmo por su trabajo. A su desgracia se sumaba la insistencia de Saúl hijo de mandar a hacer las piñatas a China donde millones de empresas hacían ahora sus productos, reduciendo en un gran porcentaje los costos e incrementando las ganancias. Florencio se preguntaba qué harían las pobres piñatas tan lejos de sus raíces y volvía a su trabajo con tristeza.

Su perspectiva cambió cuando supo que sería cumpleaños de la hija del patrón y que la niña había pedido una piñata de princesa. Saúl hijo estaba en un aprieto pues entre los modelos chinos no venía ninguna piñata convencional como la que su hija quería, las del catálogo venían con senos picudos enfundados en trajes de cuero, la melena corta y teñida de colores. La niña quería a la protagonista de un cuento que le había contado su abuela.

– ¿Que quieres? Salió a la antigua, tendrás que inventarte algo – le dijo Saúl hijo encogiéndose de hombros.

Florencio asintió contento, le ilusionaba volver a crear algo de su propia imaginación y corrió a su taller. Se dedicó el resto del día y gran parte de la noche a crear a la dama, hasta que Saúl hijo se olvidó de él y cerró el almacén sin averiguar si Florencio se había ido. A él no le importó, de todas maneras estaba absorto en la creación de su dama. Al nacer el día había terminado la estructura y solamente le faltaban los detalles. Con un delicado pincel trazó unos labios suaves y amorosos, mechones de cabello rubio hecho de finísimas tiras de papel de seda; la piel era perfecta, de una palidez angelical, las mejillas con un pequeño rubor, como si se avergonzara de que las manos que la pintaban la habían visto desnuda. En su cuello pintó un hermoso camafeo y entre los pliegues de la falda escondió uno de sus famosos papelitos llenos de buena fortuna para el amor. Finalmente trazó unos hermosos ojos almendrados que lo veneraban agradeciéndole que le hubieran dado vida. Al dar la última pincelada Florencio dio un paso atrás, contempló la mejor de sus obras, la única que lo miraba con la misma intensidad con que lo hacía él, y donde veía su amor reflejado. En un impulso la abrazó, en el cuerpo rugoso de cartón encontró consuelo y calidez, entonces supo que ya no se separaría más de ella, de su dama.


La tomó por la cintura y salió a toda prisa del almacén, sin voltear atrás. Sabía que Saúl hijo estallaría en cólera en un par de horas al llegar al almacén y no encontrarlo trabajando desde las seis de la mañana como en los últimos cuarenta y cinco años, y más aún explotaría al ver que la piñata para su hija no estaba. Pero a Florencio ya no le importaba, le bastaba la compañía de la dama para el resto de sus días y tomándola de la cintura subió al primer camión que los llevaría a su pequeño palacio.

© Andrea Marvan