domingo, 11 de mayo de 2014

Voces


¡Óigame!, la licuadora que me vendió tiene voces golpeó la voz de Agripina Melgar en el mostrador de la tienda de Eusebio. 

El vendedor la miró sorprendido, estaba consciente de la mala calidad de sus productos y conocía el terrible carácter de la mujer, pero ésta acusación le pareció definitivamente ridícula.


 A ver, a ver Agripinita,  dijo con una risa mal disimulada ¿cómo va a tener voces si es sólo una licuadora? 

 Mire – continuó Agripina sin perder la exaltación ya van tres días que la pongo y clarito escucho que platica. 

 Usted está loca – exclamó Eusebio – las licuadoras no hablan y yo no regreso dinero, ¡vámonos de aquí!

Agripina tomó el aparato no sin antes amenazar con el puño al vendedor, y con licuadora en mano atravesó las calles de Los Alebrijes abrumada con el calor del mediodía. Todos los habitantes del pueblo dormían la siesta a esa hora, sólo Agripina se negaba a entregarse al sueño pues según ella la siesta era cómplice de malos pensamientos y de los pecados de la carne. Por eso nadie vio a la pequeña figura vestida de gris coronada por una sombrilla negra como alas de zopilote, que atravesaba el pueblo cargando una licuadora. Se dirigió a casa del Padre Arnulfo, golpeó con el puño la ventana pero nadie le respondió, volvió a tocar. Al cabo de unos minutos la criada abrió la puerta. 

– ¿Qué pasa Doña Agri? 
– Vengo a ver al padre contestó Agripina secamente, tratando de entrar.  No puede, ya sabe que a esta hora duerme la siesta. 
- No me importa, es urgente. 

La criada hizo una mueca, no estaba de humor para discutir y de todas maneras prefería ser regañada por interrumpir la siesta del padre que discutir con Agripina Melgar. El padre salió malhumorado, con los cabellos revueltos y el sudor escurriéndole por el cuello. 

 ¿Qué pasa hija? 

Agripina puso de un empujón la licuadora en manos del padre y lo miró en silencio con los brazos cruzados. 

 Agripina ¿qué es esto?, no son horas.
 Vengo a que le saque el chamuco  dijo ella sin dejar de mirarlo.
 ¿Cuál chamuco, hija? Es sólo una licuadora.
 Pero trae voces, padre, las oigo.
 ¿No será Dios hija? A veces Dios nos habla de la manera menos pensada, como cuando… – miró a la licuadora dudoso – como cuando hacemos salsa. Es uno de sus misterios.

Agripina respingó y arrebató la licuadora de las manos del padre.


 No se burle padre, ¿qué cree que soy idiota? ¿Cree que no sé distinguir entre la voz de Dios y la de una licuadora? Por favor padre, ¡parece novato!

Y diciendo esto se alejó de la iglesia con la licuadora en las manos.
El padre alzó los ojos al cielo entrando de nuevo en su casa, cogió un par de tunas de la cocina y regresó a su siesta arrastrando las pantuflas. 

Agripina entró a su casa, puso la licuadora sobre la mesa de la cocina y se sentó a pensar que haría con ella. Se quedó mirándola, le quitó la tapa y acercó el oído al vaso. Nada, todo estaba en silencio. Pensó que probablemente las voces saldrían de los jitomates, acercó el oído a éstos pero no pudo escuchar nada, se acercó a la cebolla, al cilantro, a los ajos, tampoco hubo nada. Escuchó todos los ingredientes de su despensa hasta convencerse de que lo que producía las voces era la combinación de éstos con la licuadora andando. Picó cebolla, perejil, tomate, chile y se dispuso a hacer una salsa. Dudó un instante antes de echarla a andar, finalmente oprimió el botón y ¡ahí estaban las voces! Claramente las escuchó, incrementó la velocidad de la licuadora y la intensidad de los murmullos creció, la disminuyó y estos cesaron. 

Salió corriendo al jardín, tenía que pensar qué hacer con el aparato. Descartó la idea de ir con el Delegado. Desde que ella no quiso alquilarse para llorar emocionada en el cierre de campaña de su partido, el político le había jurado negarle cualquier favor. Ella no se alquilaba para llorar por cualquiera, tenía perfectamente definida su clientela: bodas, velorios, entierros, hasta partidos de fútbol, pero eso sí, nunca nada que tuviera que ver con la política que bastante jodidos los tenía.
Fuera del Padre Arnulfo y el Delegado, no había otra autoridad en Los Alebrijes que pudiera intervenir por ella y su licuadora con voces, por lo que tuvo que resignarse a abandonar el aparato y conformarse con su viejo molcajete. 

Por la mañana y antes de que las calles se poblaran de gente, Agripina se dirigió a casa de La Canela, sabía que a esas horas ésta seguiría durmiendo después de una larga noche de vender pasiones. Nunca le agradó esa mujer de faldas de colores y la risa como cascabel, causante de tantos pleitos y desamores en el pueblo, así que decidió que sería la mejor persona a quién dejarle la licuadora, con todo y su chamuco. Agripina se cuidó mucho de no ser vista y dejó el aparato frente a la puerta de La Canela. Habiendo hecho esto y después de persignarse doblemente (por la licuadora y por estar cerca de esa casa de pecado) se escondió tras la barda para asegurarse que la mujer se quedara con el aparato. 

Al atardecer, La Canela envolvió su cuerpo moreno en una bata y salió al porche a tomar el fresco. Sus pies se toparon con la licuadora, miró a su alrededor a ver si alguien venía a reclamarla pero no vio a nadie. Sonrió pensando que sería un regalo de José Santa Mar, que pedía sus favores con todo tipo de regalos. La levantó, y después que comprobar que el vaso no estuviera despostillado, entró con ella a su casa, saboreándose una salsa de chile pasilla. 

Agripina sonrió, contenta de que alguien más se quedara con el aparato, incluyendo las voces y el chamuco que traía adentro.
Desde su escondite, pudo ver a la mujer lavando jitomates y chiles, también vio con horror que bajo la bata de satín La Canela no llevaba nada excepto un collar de filigrana. 

En ese momento sonó el timbre y Agripina perdió de vista a la mujer, escuchó voces y risas y buscó otra ventana por donde pudiera ver lo que pasaba. Desde ahí pudo ver que el que había llegado era José Santa Mar, quien desde hacía tiempo intentaba alejar a La Canela de su negocio para tenerla en exclusiva, pero ella tenía la altivez y la terquedad de una mula y se negaba a ser mujer de un solo hombre, aunque el olor a sal y a tabaco de José la habían hecho dudar de su profesión por primera vez en más de una década. 

Agripina vio como 
Santa Mar la tomaba por la cintura y empezaba a desatarle la bata, La Canela dijo algo agradeciendo el regalo, él la miró sorprendido pero no se detuvo. Lo que vino después Agripina no lo quiso ver, detestaba a esa mujer de pies tan ligeros y todo lo que sucedía en esa casa. Regresó a la ventana de la cocina, a ver si de la licuadora salían voces pero la vio en la mesa tan callada como cualquier licuadora apagada puede estar, el único ruido que salía de la casa eran las carcajadas aparatosas de La Canela. El mal humor de Agripina aumentó. Pero no quiso irse a su casa, quería comprobar que el chamuco siguiera en la licuadora, así que decidió sentarse a esperar, recargó la espalda en la pared y se cubrió los oídos con las manos, rezando Aves Marías para alejar a los demonios que desfilaban por la casa. 

Al cabo de cierto tiempo, que para Agripina pareció una eternidad, se oyó la voz de la Canela en la cocina preguntando 

– Voy a hacer chilaquiles, ¿quieres?

Agripina se levantó de un salto, convencida de que ahora sí vería a esa mujer enfrentarse a las voces de la licuadora. Se escondió tras una bugambilia y pudo ver a La Canela poner los ingredientes en la licuadora, pero al echarla a andar llegó José Santa Mar y la abrazó por la cintura, la licuadora siguió andando mientras la pareja volvía a besarse.

Agripina, se enfureció y comenzó a golpear con fuerza la ventana mientras gritaba


 ¡Golfa! ¿Cómo vas a oír las voces si no paras de reírte y de besuquearte?

La pareja la miró sin entender que pasaba, y antes de que pudieran responder algo, Agripina lanzó su paraguas contra la ventana y se marchó.
La Canela arrastró a José Santa Mar de vuelta a la recámara y desde la calle sólo se escuchó su risa y el motor de una licuadora haciendo salsa.


© Andrea Marvan

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