domingo, 4 de mayo de 2014

Entre los Pliegues de tu Falda


Don Florencio lleva a su dama abrazada fuertemente por la cintura, ella reclina la dorada melena en su hombro. El siente su cuerpo rígido y rugoso, le dice al oído que no se preocupe. La noche ha sido larga y le promete que pronto estarán en casa. El hombre sabe que para ella será difícil olvidar que apenas esa tarde salieron del almacén donde él trabaja desde hace más de cuarenta y cinco años haciendo piñatas. Florencio se ha ido cansando de ese trabajo, ya no le encuentra sentido pues no comprende los diseños modernos. Recuerda los días en que se afanaba en la tradicional estrella de siete picos, maravillosas estrellas cada una diferente de la otra. Saúl padre – dueño en aquel entonces – lo dejaba hacer a su gusto, sin importarle que esto atrasara unos minutos la producción. En aquellos días siempre había tiempo para el toque personal de cada una y Florencio se tomaba la molestia de esconder una pequeña tarjeta entre las capas de papel, con fortunas y buenos deseos para quien la encontrara. 

Al poco tiempo Saúl padre le propuso a Florencio innovar los diseños y así de estrellas pasaron a animales, aunque a Florencio le encogía el alma pensar que en las fiestas los niños darían de palazos a inocentes cachorros y gatitos. Saúl padre lo convenció de que entonces creara monstruos para que los niños gustosos los destrozaran para poder recuperar el botín de dulces escondido en su interior. Florencio aceptó gustoso y comenzó un desfile de mágicas criaturas, cada una más elaborada que la otra, más feroz y atrevida. El negocio de Saúl padre, que ya gozaba de una excelente reputación y buenos ingresos, siguió creciendo. 

Con la prosperidad del negocio Saúl padre pidió a Florencio hacer las piñatas con forma de los personajes de cuentos clásicos; un escalofrío recorrió la espalda de Florencio al imaginar el palo golpeando a los héroes, pero asintió callado y puso manos a la obra para la creación de Simbad, con su turbante y su sable a la cintura, Rocinante ó Tristan, logrando que el negocio alcanzara su clímax.

A través de los años Florencio dio vida con sus manos a personajes de grandes historias, y llevó ilusión a miles de niños. Hasta que una tarde de otoño, Saúl padre murió dejando a cargo del almacén a Saúl hijo, ahora convertido en un joven con visión empresarial y grandes ambiciones. Lo primero que hizo Saúl hijo al entrar a cargo del almacén fue pedirle a Florencio que dedicara menos tiempo y menos material a cada piñata, argumentando la necesidad de escatimar costos y le prohibió rotundamente seguir escribiendo esos recados de fortuna que escondía entre los pliegues de la piñata, pues le parecían una pérdida de tiempo y de recursos: además ya había habido una queja de algunas señoras de la iglesia que lo consideraban “sospechoso” al tratarse de un artículo para niños. Le presentó un catálogo de las figuras favoritas de los niños, ya no compraban a los personajes de los clásicos que nunca habían leído, ahora pedían a gritos los héroes de la televisión y de los dibujos animados. Florencio hojeó con tristeza una serie de diseños con colores demasiado chillantes y formas que no alcanzaba a comprender.

El viejo se refugió en su silencio y comenzó a recrear esas espantosas figuras sin sentido, ya sin entusiasmo por su trabajo. A su desgracia se sumaba la insistencia de Saúl hijo de mandar a hacer las piñatas a China donde millones de empresas hacían ahora sus productos, reduciendo en un gran porcentaje los costos e incrementando las ganancias. Florencio se preguntaba qué harían las pobres piñatas tan lejos de sus raíces y volvía a su trabajo con tristeza.

Su perspectiva cambió cuando supo que sería cumpleaños de la hija del patrón y que la niña había pedido una piñata de princesa. Saúl hijo estaba en un aprieto pues entre los modelos chinos no venía ninguna piñata convencional como la que su hija quería, las del catálogo venían con senos picudos enfundados en trajes de cuero, la melena corta y teñida de colores. La niña quería a la protagonista de un cuento que le había contado su abuela.

– ¿Que quieres? Salió a la antigua, tendrás que inventarte algo – le dijo Saúl hijo encogiéndose de hombros.

Florencio asintió contento, le ilusionaba volver a crear algo de su propia imaginación y corrió a su taller. Se dedicó el resto del día y gran parte de la noche a crear a la dama, hasta que Saúl hijo se olvidó de él y cerró el almacén sin averiguar si Florencio se había ido. A él no le importó, de todas maneras estaba absorto en la creación de su dama. Al nacer el día había terminado la estructura y solamente le faltaban los detalles. Con un delicado pincel trazó unos labios suaves y amorosos, mechones de cabello rubio hecho de finísimas tiras de papel de seda; la piel era perfecta, de una palidez angelical, las mejillas con un pequeño rubor, como si se avergonzara de que las manos que la pintaban la habían visto desnuda. En su cuello pintó un hermoso camafeo y entre los pliegues de la falda escondió uno de sus famosos papelitos llenos de buena fortuna para el amor. Finalmente trazó unos hermosos ojos almendrados que lo veneraban agradeciéndole que le hubieran dado vida. Al dar la última pincelada Florencio dio un paso atrás, contempló la mejor de sus obras, la única que lo miraba con la misma intensidad con que lo hacía él, y donde veía su amor reflejado. En un impulso la abrazó, en el cuerpo rugoso de cartón encontró consuelo y calidez, entonces supo que ya no se separaría más de ella, de su dama.


La tomó por la cintura y salió a toda prisa del almacén, sin voltear atrás. Sabía que Saúl hijo estallaría en cólera en un par de horas al llegar al almacén y no encontrarlo trabajando desde las seis de la mañana como en los últimos cuarenta y cinco años, y más aún explotaría al ver que la piñata para su hija no estaba. Pero a Florencio ya no le importaba, le bastaba la compañía de la dama para el resto de sus días y tomándola de la cintura subió al primer camión que los llevaría a su pequeño palacio.

© Andrea Marvan

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